jueves, 21 de febrero de 2008

Sacando los pies del tiesto




(Imagen tomada del blog: NI LIBRE NI OCUPADO)


El Señor Sánchez-Dragó tiene una vena de vedette que no sabe ni quiere esconder. Le gusta montar su show particular y aspira a consolidar su imagen de excéntrico, imitador de modelos intelectuales carismáticos, que le quedan todos grandes y no le ajustan bien. Ahora, además, en el duelo interno que vive para decidir si prefiere ser intelectual da secas o político, le debe dar envidia de los personajes que colapsan el interés mediático, y se muere por ese pedacito de gloria.

Sin embargo, como suele decirse, siempre hay un roto para un descosido, así que Sánchez-Dragó ha encontrado su momento de gloria, ya que la sociedad suele padecer de un problema de proporción en la mirada, es decir, vemos de manera alterada el tamaño de las cosas, especialmente cuando se proyectan en la televisión y cuando se rodean de bombo mediático (curiosamente este bombo nunca suena afinado e irrumpe cual elefante en una cacharrería distorsionando el sonido original, que pudo tener ritmo antes de desbocarse).

Por ello, esta peculiar figura con la que Telemadrid nos condena cada noche (tengo un amigo que me asegura que no puede quitar los ojos de la pantalla porque siente la atracción del horror y se regodea en ello como en la peor de las perversiones) ha conseguido ahora llenar páginas en los diarios a raíz de la denuncia que el Ministerio de Sanidad quiere realizar contra él. Le acusan de haber cometido varias irregularidades pues en este programa nocturno en el que suele ofrecernos muestras escogidas de sus particulares productos mentales hizo apología de la melatonina, que por lo visto es un fármaco que se vende con receta y tiene propiedades hipnóticas.

- El País (21/02/08)


A mí lo que me extraña es que nadie haya comparado qué es peor, si consumir la hormona tal que induce al sueño, o asistir al espectáculo lamentable que el escritor nos regala cada noche. Pero por encima de esto (recurso fácil el de criticar al televisivo) con lo que no puedo, de verdad que no, es con la tendencia paternalista a tutelar al ciudadano, a quien se protege de sí mismo una y otra vez, como si fuese imprescindible mantenerle a salvo del daño reflexivo que pueda hacerse como condición indispensable para que sean los externos los que puedan acabar con él.

Me enfada y me hace producir discursos tan curiosos como éste, en el que defiendo al censurado Fernando, que no ha tenido problemas para manifestar defensa del voto censitario ("Mi voto [...] no vale ni pesa lo mismo que el de un maltratador, un conductor suicida, un pintamonas de fachadas, un destroyer de la kale borroka, una verdulera de la telecaca o un galopín de botellón") metiendo en el mismo saco a categorías tan diversas de individuo o aportar una tendencia acusada en sus informaciones que reúnen todos las características para ser calificadas de propagandísticas. Todas estas cuestiones no cumplen con la ética periodística de manual. Tampoco la defensa de un medicamento. Pero en el horario en que se emite el informativo, coincidente con la difusión de contenidos más libres y libertinos, parece que no tiene sentido la presencia de un comité salvador que impida a este señor confesarnos que lo que ocurre en su cerebro puede tener una explicación científica.

Allá cada uno con lo que quiera tomar para dormir. Y allá cada uno con los programas que sintoniza en la agonía del día. Si quieren educarnos para que sepamos diferenciar lo malo de lo bueno, hay espacios para ello, igual que hay programas para enseñarnos a bailar, a desarrollar nuestro talento, a educar a nuestros hijos, a alimentarnos, a desfilar por una pasarela o a leer tal o cual libro, pero nunca creí que el telediario de la noche fuese un espacio didáctico. De hecho siempre consideré que en un fondo muy pronfudo, lo edificante del show de Sánchez-Dragó era el hecho de ver cómo un señor se exhibía impúdicamente en la pantalla, dándome pie a sentirme libre, tan libre, como para hacer a esas horas lo que más me pida el cuerpo. Sin tener que dar cuenta a instituciones, entidades o colectivos que quieran protegerme de mí misma.

viernes, 15 de febrero de 2008

Se me atasca: CORAZÓN HELADO, de Almudena Grandes

Lo estoy intentando y no lo consigo. El último libro de Almudena Grandes se me atasca. Me niego a aceptarlo porque Almudena siempre fue un recurso cómodo: extensas novelas con una buena dosis de emotividad bien gestionada, lugares comunes que se convertían en rincones propios, una innegable capacidad para generar empatía con personajes coherentes, rotundos y excesivamente humanos. Sin embargo, Corazón helado se ha convertido en un puré grumoso que me lleva a dudar todo este tiempo que dura la lucha de mi capacidad actual para asimilar historias. ¿Me estoy volviendo demasiado lineal? ¿No le echo ganas? ¿No le estoy dedicando disponibilidad? ¿No estoy receptiva?

Siempre he oído (y creo que en silencio también lo defiendo) que cuando una lectura se atasca es mejor cerrar el libro y cambiar de opción. Más adelante surgirá el flechazo o encajarán los biorritmos personales con los que desprenden las letras. Sin embargo me resisto a cambiar de tercio. En las doscientas y pico páginas que he avanzado hasta el momento sí reconozco a la Almudena Grandes que contagia su entusiasmo, atracción y rechazo por cada una de sus criaturas. Las historias son redondas. Los personajes vuelven a apañárselas solos para transmitirte sus rasgos mentales, físicos y emocionales. El autor se esfuma y habla la novela. Pero a mí este texto compuesto de muchas partes sin hilar no me está diciendo nada.


Me anticipo y estoy segura de que el meollo de la cuestión está unas páginas más adelante. Sé que en estos itinerarios casi cósmicos de la autora la acción principal puede no tener lugar hasta que no hayamos superado el montoncito de las 300, pero es que no sé si tiene sentido avanzar sin brújula en esta acumulación de datos biográficos: está la historia presente, con padre fallecido, una vida oculta que le cae por sorpresa a uno de sus herederos y unos personajes que se repiten en las historias paralelas: narraciones de infancia, de guerra y posguerra, de vivencias arrastradas y transformadas en la actualidad que nos describe cómo el protagonista trata de reconstruir la personalidad y biografía de su padre, una figura bien ubicada para sus hijos, predecible para su entorno y que sin embargo resulta todo un conjunto de recodos por explorar.


Los nombres se acumulan. Las familias habitan el Madrid del enfrentamiento civil, la resistencia y la derrota. Otras familias (¿o son las mismas?) desgranan lo desapacible del exilio. Niñas dóciles que luego aparecen como mujeres, potentes e imponentes. Pasados que pesan y pasados que se esfuman, que vuelven a aparecer y reconstruyen figuras. Demasiada agitación en los flashbacks y pocas pautas para el lector.


Cuando leo Corazón helado (aún no me he atrevido a abandonarlo) no dejo de pensar que Almudena ha escrito esta novela para sí misma. ¿Acaso no hay mejor ejemplo de la libertad creativa de un autor?, ¿o no conectar es síntoma de haberse engrandecido y olvidado a sus lectores? No estoy capacitada para sacar conclusiones. No sin terminar la lectura. No sin saber en qué punto el libro se redondea y cobra una forma menos desintegrada. Estoy ansiosa por percibir la unión de las partes. La interacción de sus componentes, cuando, como ella bien afirma y transmite en sus páginas, no se ignoren entre sí.


Avancemos, pues. Se agradecen pistas.