viernes, 4 de julio de 2008

Sobrecogidos

La noticia de la liberación de Ingrid Betancourt nos ha impactado a todos. Ella es un símbolo y su imagen fue capaz de provocar la empatía de quienes no podemos apenas imaginar el horror de un secuestro como el que padecen las víctimas de las FARCs. Las imágenes de su desolación, en el extremo estado de salud en que se encontraba hace unos meses, su silencio y desesperanza fue, tal vez, lo que nos hizo comprender que el ser humano tiene límites emocionales que creemos imposible superar.

Ella, no obstante, ha dado ahora prueba de que la resistencia humana tiende a una dimensión cósmica. ¿De qué otro modo puede entenderse su capacidad para regresar del infierno manteniendo la cordura?

De estos primeros momentos de liberación me ha sorprendido su actitud sólida y su discurso equilibrado. Supongo que cuando padeces una situación extrema prolongada durante tanto tiempo, todo tu contexto adquiere unas medidas diferentes y la proporción de lo que podría resultar aniquilador para las emociones, la claridad mental o el deterioro psicológico se reestructura. Quizás por esta capacidad de reordenarlo todo, personas como Ingrid han sido capaces de traer su voz y su mensaje desde una experiencia atroz.

Me sorprende el grado de evolución de su discurso cuando afirma que una de las impresiones más impactantes tras haber exprimentado esta vivencia es darse cuenta de que uno mismo podría también cometer algo así. Es la idea de la "banalidad del mal" que ya formulase Hanna Arendt y que fue difícilmente comprendida. No es una postura políticamente correcta pero abre una puerta hacia la comprensión de la naturaleza humana en su lado más crudo. El mal, decía Arendt, es una cuestión de proporción. ¿Qué no seríamos capaces de hacer si el contexto nos extrapola a una situación donde todo tiene medidas diferentes? ¿En qué no se convertirían nuestros gestos mezquinos e injustos si se tuviesen que dar en un contexto donde los condicionantes son de otra dimensión?

Obviamente el hilo conductor de estas ideas no es amable ni fluido. Es áspero y abordarlo supera a quien no tiene la autoridad moral que da la vivencia cara a cara con el horror creado por sus semejantes.

En estos momentos, por tanto, queda el esbozo de lo que podría ser un debate sobre tantas ideas que se agolpan cuando se es testigo de episodios históricos como este. La confusión de sentimientos obliga a callar y escuchar. En la cabeza, múltiples preguntas y suspicacias como la incapacidad para asumir que una historia con final feliz pueda ser tan impecable. Me cuesta imaginar un operativo sincronizado y orquestado al estilo del mejor guion cinematográfico donde no se dispara un solo tiro y donde todo se ejecuta con la precisión de un ballet. Mi mente desentrenada y cómodamente afincada en el escepticismo se dispara al creer que no puede ser tan clara la ejecución del rescate en un escenario tan poco predecible como es el marco del terrorismo y la guerrilla. Tanto orden desconcierta y tanta exhibición de pureza contrasta con la naturaleza del asunto del que hablamos.

Nos quedamos, de momento, con esta versión y preferimos, ante una duda poco fundada, el silencio. Pues es, cuanto menos, un síntoma de respeto o de ejecución digna de un papel secundario. No como ciertas figuras políticas que se ven llamadas a manifestar en todo momento y lugar su discurso, que es la misma opinión de siempre. Me refiero a Rajoy y su falta de mesura (en él no hay dimensión alguna que sugiera proporción ni adaptación al contexto) cuando nos cansó de nuevo a todos llevando la palabra hacia el eterno tema de cómo debe (según él) abordarse el terrorismo, con esa disciplina férrea que impregna a todas sus consignas en las que la falta de inteligencia (para idear, cuando menos, soluciones ad hoc a los diferentes asuntos) se sustituye con una retahíla muy espesa de verdades absolutas.

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